lunes, 26 de octubre de 2009

Giroscopio de una historia (en tres actos).

I

Amanecía en el Zócalo y yo deambulaba por calles llenas de historias varias, buscaba refugio del hambre y del sueño, un lugar donde el descanso no llegara y pudiera tener los ánimos para proseguir el resto del día. Me detenía ante las promesas de un aroma que revivía el alma, el ardor de granos en una danza circular, intentaba vislumbrar un camino con mi olfato hacia el origen de dicho aroma. Giraba en las esquinas de acuerdo a la intensidad del olor en el aire y recorría sombras de edificios aún durmientes.

Logré profanar una guarida donde pude dar rienda suelta a mi necesidad de inspiración y comencé de nueva cuenta aquél libro que habla de tigres de bengala en una playa de Cuba y de los deseos de muerte que conviven con los de supervivencia. Sacié mi sed y mi hambre por unos instantes, tomé fuerzas necesarias para realizar mis más inmediatos anhelos, salí del lugar con un poco más de fuerza anímica y me dirigí al epicentro de las mismas calles, a la plancha del Zócalo, donde sabía que encontraría un cúmulo inpensable de frustraciones, pero mantenía la esperanza de que alguno de los muchos libros que vería estaría dispuesto a saltar a mis brazos para que le llevara a mi casa y fuese devorado por mi curiosidad.

Caminaba lenta y pensativamente, queriendo crear una nueva historia, un nuevo universo donde no tuviese que luchar contra nada que no pudiera vencer. Inmerso en fantasías mediocres. Un fantasma del pasado saltó a mi encuentro en esas calles tan hipócritamente remodeladas, personaje singular. Siempre me resultaba incómodo hablar con él, pareciera que buscaba afanosamente mantener una plática por insoportable que le resultaba el silencio, de carácter introvertido y con ademanes dementes, me consternaba y preocupaba. Llegaron veces en las que claramente le ví abalanzándose sobre mí para estrangularme, o convencerme de que le acompañe a un lugar donde mi cadáver estaría esperando.

Continué mi camino, ahora acompañado por una preocupación andante, nos dirijíamos "casualmente" al mismo lugar (hubo de cambiar su rumbo, o en todo caso su falta del mismo, para que concordara con el mío), preguntaba y yo respondía de la manera más corta que pudiese, casi monosilábicamente. Llegamos, y todo estaba silente, se comenzaban a ver pistas de actividad, de preparación para el evento próximo y sin embargo ese evento aún no estaba presente. Permití que mi acompañante se extendiera en explicasiones y preguntas mientras yo sólo anteponía un paso a otro. Con una clara visión de fracaso me invitó a visitar a un familiar a lo cual tuve que negarme y decir que yo partía decididamente rumbo a otro lugar. Me despedí y vi como por algunas cuadras me seguía para cersiorarse de que no mentía.

Busqué refugio y comodidad en algún lugar para averiguar donde se había quedado el Tigre de Bengala cubano.

Se conjugó el tiempo en pasado y yo me redirigí a mi destino primero, buscar algún libro que quisiera ser leído. No podía dejar que mi incomodidad de encontrarme, en un ámbito muy probable, de nueva cuenta con aquél fantasma, mermara el deseo de encontrar un acompañante de papel. Me paseaba entre los libros para que notaran mi presencia, para que advirtieran y analizaran si era yo el lector que esperaban. Las miradas se me escurrían, no resaltaba ante los libros, me miraban como se mira al semáforo, esperando el cambio de luz. Fué entonces que otro pasado encarnado me encontró, en forma de balance al encuentro anterior, ésta persona es agradable y resultó grato el reencuentro. A pesar de el gusto que resultaba escuchar opiniones revaloradas de una experiencia amplia, tenia una misión y no podía perder más tiempo, así que me despedí y me seguí mostrando a los libros.

Resignado al rechazo por los impresos, me alejé con cierto abatimiento. Entonces de entre las cajas de libros que aún dormían percibí la mirada esperanzada de uno y de inmediato me acerqué a cargarle y tranquilizarle, a prometerle que en la medida de mis posibilidades le llevaría lejos de esa prisión de cartón etiquetado. No cumplí mi promesa. Me alejé.

El universo gusta de entretenerse conmigo y el problema es que tiene un humor muy bizarro, pues ya cruzaba la calle cuando me encontré otra vez con éste asesino, que dibujaban mis temores, de aquél fantasma tan peculiar. Aunque ésta vez se vería igualar la balanza de desdicha con una llamada completamente inesperada, eras tú Ma Noir Cerise, salvándome del desagrado.

No me importó que haya resultado tu última esperanza, tu carta bajo la manga, tu último recurso. Acepté más que gustoso, en primera escuchar tu voz en un momento tan extraño pues creía haber olvidado o extraviado la cordura, y segundo que me invitaras a acompañarte.

II

Como llegué antes que tu belleza al lugar donde nos encontraríamos me acompañó Theo Uzcanga, quien me relataba la inseguridad de su soledad y recitaba versos de Francisco Hernández que conmovían mis más oscuros deseos. Después de unas cuantas páginas, Theo se disculpó y me dijo que tenía que despedirse pues iba a salir con la señorita MacLarty, y yo no quería obstruir la trama de la historia, así que despedí a Theo y le guardé en mi morral. No me percaté del movimiento en los relojes hasta que ví que unos guardias se retiraban a su merecida hora de comida. No llegabas. Busqué entre los caudales de rostros el tuyo, no me resultaría difícil ubicar el brillo de tus ojos, la carnosidad tentadora de tus labios o lo contagioso de tu sonrisa, en fin la armonía de tu rostro y la belleza que conlleva serían fáciles de ubicar entre tantas almas confundidas.

Pasaste abstraida en tu pensar y de forma imparable, bajando las escaleras te encontré junto a una víctima más de tu beldad. Partimos entonces al lugar de tu invitación. Era inevitable y demasiado notable vislumbrar la atróz diferencia entre tu y yo, por tu parte irradiabas emoción y hermosura (podía llamarte lindura y sería lo más cercano posible a la verdad), por la mía no lograba más que personificar el desgaste y la desesperanza, lo maltrecho de la vida misma; éramos opuestos, polos distantes.

Llegamos a la cima de la ciudad o al menos a una de ellas, de donde se podía apreciar la voracidad de una población urbana y la expansión de concreto y electricidad. Fuimos recibidos. Yo desentonaba y tu resaltabas. Una sonrisa invadió mi rostro demacrado.

Tu rostro cambió al ver a un infante, se llenó de ilusión. La madre te lo extendió en sus brazos y tu lo tomaste como uno de los tesoros más apreciados por la humanidad, lamentablemente la niña quería a su madre. Lloró. Cuando por fin pudiste estar cerca de la niña no parabas de mirarle y yo a ti. Nunca he tenido una buena relación con los niños tan pequeños y pareciera que ellos encuentran interesante mi actitud tan distanciada de ellos, así que no lloró y por momentos se me quedaba viendo. Tu fascinación por la niña era evidente y la madre se regodeaba en que fuese su hija, pude ver el orgullo que una madre porta entre brazos y los sacrificios que esto requiere. Tal véz me guste la idea de ser padre, sólo tal véz.

El silencio nos acompañó a la mesa por unos momentos y tu lo interrumpiste con una propuesta súbita: que te acompañara por el resto del día a que atendieras otro compromiso. Dudé. No estaba en condiciones. No tenía razón alguna para no aceptar. Acepté. Pero requería cambiarme la ropa. Expuse mi preocupación y aceptaste un desvió a mi casa. Me complaciste ese único deseo.

El frío mermaba mi condición, pero me mantenía despierto. Decidiste retirarnos. Nos despedimos y la buena ventura nos fue deseada en monedas de chocolate. Emprendimos el camino a mi casa y tu te agotaste. Al llegar pedí al chofer del taxi que me esperara, al entrar a mi casa atine a saludar y a cabiarme toda la ropa, despedirme y salir. Antes de que mis prendas tocaran el suelo, ya había nuevas cubriendo mi desnudez. Te regresé y agradecí la atención que habías tenido otrora al prestarme una prenda.

Rumbo a casa de tu tía no pude más, la emoción del día extirpaba de mi la poca fuerza que quedaba y yo pretendía brindarte mi ser hasta los confines de la Tierra así que decidí ahorrarla, y me recargué en tu regazo. Dormí por unos instantes. Me confesé sorprendido por adentrarme nuevamente en rumbos donde sentimientos llacían enterrados. Ésta vez entraba en las regiones de mi memoria con un torpe gesto que podría pasar por el nombre de sonrisa.

Al llegar me sentí intimidado por lo familiar que resultaba la reunión y lo ajeno que yo era. Entre risas e historias que me avergonzaban entablé conversación con tu familia, de menos la presente. Tu padre me causó conmosión, no fue lo imponente que quería verse o asegurarse de mi condición anunciada, fué el hecho de que compartíamos semejanzas.

(Entonces todo aquello que me relataste tomo sentido, esos conflictos que enunciaste se justificaron en el carácter de tu padre. Procura y busca proteger de cualquier daño a ti y a tu familia, sin embargo conoce cuales son sus limitaciones y le molesta no poder librarlas.)

Mantiene un espíritu joven y alegre, jovial. Pero se limita ante el extranjero, ante mi. Al ver a tus padres me percaté de que eras herencia de ambas partes, que tu hermosura era resultado de un amor latente entre ambos. Por ser festejo de cumpleaños y por una tradición tan arraigada en el inconciente histórico de nuestra cultura, hubo que culminar los protocólos del aniversario con un pastel. Después del pastel te paraste a bailar, fué entonces cuando me perdí entre la gracia y felicidad que se desprendían de ti al girar.

Miraba azorado como te movías y girabas, envidiaba tu gozo. Me percaté de que mi ineptitud para la danza se veía compensado con una capacidad única de apreciar tu belleza en movimiento, en plenitud. Deseaba acompañarte, deseaba que de alguna manera inesperada pudiera ser besado por Terpsícore y aprender las artes del baile. No se bailar. Permanecí sentado. Observaba. Disfrutaba verte, me enamoraba tu cadencia. Me enamoré.

III

Entre risas y dubitaciones, los restos de alegría se iban acentando en los sillones y muebles de la casa. Tu padre marcó la hora de partida y no se presentaron revoluciones ni escapes. Comenzó el ritual de despedida y extendí agradecimientos acompañados de una torpe sonrisa. Me pensé otra vez con cinco años, no sabía que hacer e imitaba lo que tú. Te seguía.

La incertidumbre de mi destino cayó en ese momento sobre mi, tenía la certeza de seguirte hasta lugares desconocidos por el conocimiento e incomprensibles por la razón, sin embargo existía un límite, un lugar sacro donde mi presencia podía resultar profana: tu casa. Podía refugiarme en la vida de la noche, pero no en su letargo; si bien entre la noche y yo existe un pacto de cordialidad, no lo es para con sus habitantes. Temí por dos eternos segundos.

Me dejé arrastrar por el aroma de tus cabellos y cual río, fluí.

Buscaste sacarnos del santuario a toda costa; raptarme del rapto que habías cometido horas antes. Querías perdernos en la noche y retar al día a encontrarnos. Pero a pesar de tus esfuerzos el guardían del recinto te lo impidió. Simplemente no.

Tu rostro de frustración causó gracia en mi. Puchero. Te sentaste junto a mi y cruzaste los brazos en ademán de reprobación por que no tienes lo que querías, mientras yo me reía en silencio de la escena que enmarcaba la luz de una lámpara. Pasado tu homenaje a un berrinche, comenzaste a platicar. Yo te oía embelezado por la tonalidad que adquirió tu voz en la penumbra. Nos interrumpió tu hermano para relatarnos la fantasía en la que estaba inmerso, fantasía que reconocí por haberla visto antes; me enteré de que te molestó no tener mi atención y por lo tanto mandaste a tu hermano a los brazos de Morfeo y nos mudamos de sillón.

Me otorgaste todo un equipo para dormir, me sorprendió que recordaras mis costumbres en el sueño. Reíste al brindarme un arma química para los nefastos mosquitos. Me instalé. Expresaste tu inconformidad con el final de la noche y te quedaste a platicar.

Me quité la camisa y me ofreciste una playera para cubrir mi impúdica desnudez, la acepté. Saliste de la habitación y reí un poco. No supe a bien si la playera tenía como función cubrirme o hacerte reír un poco, de igual forma me la puse y sirvió para ambos fines.

Teníamos compañía. Una pelusa enorme que se hacía pasar por felino, honestamente a mi no me convencía del todo pero tu estabas segura así que tuve que creer que era una gatita. Me resultaba familiar. Una curiosidad familiar, una mirada aprehensiva, una ingenuidad conocida. Me recordaba a alguien; más tarde averiguaría que me recordaba a la lindura que estaba recostada junto a mi.

Hablamos del pasado, del presente y de cosas tan efímeras como éstas letras que expresan mi sentir. Luchabas contra el cansancio y lograbas victorias por momentos. Yo luchaba de igual forma, pero no con el sueño, sino con mis deseos de acariciarte, de sentir tu cabello entre mis dedos y percibir el aroma de tu cuerpo; luchaba contra mi. Batallaba con la parte más siniestra de mi persona, aquella que busca satisfacer todo deseo sin importar nada, con una pulsión vampirezca.

Estaba en conflicto, por una parte podía ceder ante mis deseos y desatar una seducción; por otra parte quería mantener intacta tu hermosura, no quería cometer sacrilegio. Preferí dominarme. Escucharte y perderme en tu voz para no ceder. Sin embargo era latente esa infernal pasión. No quería convertirme en el demonio que puedo ser. Lograste tranquilizarme, ignorándolo. Conté anécdotas e historas que preguntaste, averiguaste que soy un errabundo. Por fortuna no sospechaste que soy un demonio.

Invité al pasado a ser presente en la sala y escuchaste de él la historia que no conocías y que preguntabas cuando habrías de conocer. Pronto comenzaste a arruyarte con tu propia respiración. Decidiste retirarte antes de que el alba te sorprendiera en la sala. Me cobije con tu aroma y dormí.

Amaneció nublado, al ver el cielo me alegré. Tengo una extraña fascinación por esos amaneceres tan melancólicos, me gustan. Al despertar estaba acompañado por (lo que tu crees que es) una felina. Por no molestar a nadie me aisle en la música. Más tarde saldrías con rezagos del reino de Morfeo, te recostarías a mi lado y yo me perderí en los latidos de un músculo mitificado: tu corazón.

La cotidianeidad hubo de llegar y asignar las tareas del día, lamentablemente lo cotidiano me repudia y yo lo emulo.

Agradeciendo la posada me retire y te acompañé. Al ver el cielo supe que no sería otra vez, pero me mentí. Me despedí. Al girar exclamaste -¡Gracias!-; ¿Por qué habrías de agradecer a un errabundo algo? ¿Por qué habrias de sentirte agradecida con un demonio? ¿Por qué agradecerías, tú quien toda la gracia posee? -No, gracias a ti- contesté.

(IV

Culminó así uno de los más extraños y deleitables días de mi vida. Pude escuchar de nuevo tu respiración en la tranquilidad de la noche, pude enamorarme de tu gracia, disfruté ser compañía. Agradecí equivocarme en la soledad. Te agradecí.

Me perdí entre las multitudes, pereo no recobré el anonimato de la masa. Desentonaba. Iba sonriendo.)


SZ

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